Hoy viví una aventura. Me fui caminando de un sitio a otro de la ciudad sin mirar ni una sola vez el móvil.
Calculé aproximadamente cuánto podía tardar en llegar al lugar en que tenía que estar, con 10 minutos para las posibles vueltas, y me aseguré de enterrar el móvil en el fondo de mi mochila.
Y así, sin mirar la hora, sin contar los minutos, sin saber si estaba cogiendo la ruta óptima, si me estaba perdiendo una llamada, si había llegado un nuevo correo electrónico o un whatsapp, sin tener ni idea de cuáles nuevos stories acababan de subirse a instagram, eché a andar.
Solo fue media hora pero el tiempo se desdibujó completamente.
Al principio se me hacía largo porque me preguntaba qué hora sería, cuántas calles me faltarían para llegar a un punto de referencia o si llegaría a tiempo.
Pero después me entretuve descubriendo edificios, bares y tiendas, tratando de ubicar el mar, fijándome en las personas que también caminaban, contando árboles y buscando huecos para plantar alguno nuevo, que buena falta hacen.
Solo tuve que pararme un momento para sentarme en un banco y escribir a mano en mi libreta este post-postal.
Y, de repente, llegué.
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