Ahora, nueve días después de lo sucedido, será fácil para los atrevidos aventurar todo tipo de explicaciones y conjeturas. El cambio de hora, el cambio de estación, el cambio de idea, parecen ser causas obvias una vez ocurridos los hechos.
Sin embargo, por aquel entonces, los mismos osados solo habrían podido sugerir el sol, esa hora regalada, los paseos que estaban por venir y la llegada casi inminente del verano. Incluso en ese momento crucial en el que el resfriado se imponía como una realidad irrefutable, nadie podría adivinar que, en vez de dos, duraría siete días.
Así que, deseando que mi próximo imprevisto sea un viaje sorpresa a una isla paradisíaca o a un lugar donde sea la naturaleza la que se imponga al wifi, os pido disculpas por mi silencio durante tantos días en nombre de mi tan poco anunciado resfriado, aunque no sabemos si el pobre podría haberlo evitado.
¿Quién puede juzgar a un imprevisto? Para empezar, algo me dice que es injusta esa percepción tan extendida de que el imprevisto es sigiloso y sibilino. ¿Quién te dice que no seas tú el que no ha podido ver las señales? Además se me ocurre, y quizás soy demasiado aventurada por ello, que este resfriado imprevisto tiene algo que ver con este viaje imprevisto que me ha traído a Santander.