En Galicia nos preocupa el buen tiempo. Aunque sea verano, estemos de vacaciones y nos encante ir a la playa. Claro, nuestro único método eficaz de prevención de incendios es la lluvia.
La semana pasada os enseñé algunas de las postales más bellas de mis días en Galicia, mi casa. Hoy necesito compartir las otras postales, las feas y oscuras, las que se repiten cada verano para robarles el protagonismo a las buenas. Como un conjuro o un grito contra la destrucción de nuestra riqueza más valiosa.
La distancia me tienta a intentar explicar tantos incendios con una historia que destile ese realismo mágico tan de nuestra esquina. Meigas que salen en las noches de verano para organizar danzas alrededor de las hogueras, aprovechando que ha parado de llover. Un dios de la lluvia que castiga a los que se alegran por su ausencia con sequía y lenguas de fuego. Nuestros antepasados que ya son tierra, que exigen nuestra atención para que la libremos de su abandono.
Sin embargo, la realidad se impone sin ápice de magia. Bajo un cielo gris, respirando ceniza y contemplando cómo desaparecen hectáreas que costó decenas de años hacer crecer, solo me salen la tristeza, la desesperación, la indignación y el aburrimiento. ¿Desde cuándo los incendios compiten con la lluvia para convertirse en el fenómeno meteorológico más típico de Galicia?
Termino este post tan triste acordándome de una reflexión de Cualquier Cosita es Cariño: Solo «la desconexión y la ignorancia sobre el lugar que ocupamos en el mundo» pueden explicar que alguien sea capaz de decidir que un trozo de monte y todas las especies que lo habitan debe arder para satisfacer otros intereses. «Lo que nos pasa le pasa al planeta, lo que le pase al planeta nos pasa a nosotros. No podría ser de otra manera. Cuidar el medio ambiente es cuidarnos a nosotros mismos.